Cae la tarde, la ciudad descansa. Sobre el pavimento de las calles se apaga el eco de los últimos pasos y en las fachadas de las casas se cierran las últimas ventanas. La negruzca torre del reloj ha repicado quizá la hora tardía, como subrayando el silencio que puede ser tan profundo en una ciudad pequeña y antigua. También los misioneros han concluido su intensa jornada. Sólo Luis de Montfort anda aún por las calles: regresa a casa, tal vez de algún encuentro de caridad que nadie ha relatado. De pronto, entrevé en medio de las sombras una forma humana acurrucada en tierra y percibe un lamento. Un temblor sacude al P. de Montfort. Se inclina sobre el pobre descubriendo un rostro devorado por la lepra. No aguarda a que el infeliz le pida ayuda: el habla primero. ¿Qué hacer? ¡Es ya tan tarde! Luis recoge al enfermo y se dirige a casa de los misioneros: sus pasos resuenan más lentos, más pesados, sobre el pavimento de las calles. El portero duerme profundamente y los golpes repetidos no logran despertarlo. Entonces se eleva en medio de la oscuridad la súplica temblorosa, el grito en que se expresa todo el corazón de Luis: ¡Abran…, ábranle a Jesucristo! Finalmente, un chirrido de cerrojos…, y un suspiro de alivio de parte de Luis… Esa noche, el hombre desfigurado por la enfermedad dormirá en el lecho del P. Monfort.